La huella colonial – Últimas Noticias – Últimas Noticias

Todos tenemos un estúpido Cristóbal Colón dentro de nosotros, aunque, a simple vista, no lo podamos ver frente al espejo. En nuestra América, el colonizador ya no necesita recurrir al exterminio o a las armas, para imponer su cultura de violencia y muerte; ya dejó sembrada, en nuestra subjetividad y en nuestras formas de relación, la idea de jerarquía y de dominación, como si fuese la única posible. La colonialidad la hemos mamado tanto que, ahora, la realidad, para el colonizador y el colonizado, pareciera ser la misma.
El fenómeno de la colonización —explica el maestro boliviano Juan José Bautista— ha pasado a formar parte de la subjetividad y la identidad de los sujetos colonizados: «Lo que permanece y continúa hasta el día de hoy es una especie de estructura colonial y subjetiva que la modernidad produjo, en toda relación social, cultural, política y económica, en el mundo periférico, la cual produjo todo tipo de discriminaciones y jerarquizaciones raciales, culturales, étnicas o nacionales; las que produjeron, a su vez, relaciones intersubjetivas de dominación colonial por parte de los europeos y, luego, de los norteamericanos, que fueron asumidas como si fuesen categorías con pretensión “científica” y “objetiva” de la realidad humana, es decir, como si fuesen fenómenos naturales, y no así históricos. Es decir que el colonialismo produjo, durante la colonia, un fenómeno llamado “colonialidad”, el cual consistiría básicamente en la colonización del ámbito de la subjetividad de las relaciones humanas, de la sociedad, de la cultura, del conocimiento, del saber y del poder, o sea, en un sometimiento, sojuzgamiento, dominio o colonización del ámbito de las visiones, las percepciones, las cosmovisiones y la autocomprensión del mundo que tenían los dominados».
La expansión del proyecto de la civilización occidental no solo ha colonizado el saber o las estructuras políticas, sino también nuestro ser. Hoy, reproducimos lógicas y estructuras de dominación que hemos asumido como nuestras, producto de la sistemática negación, destrucción y desvalorización —hecha por los invasores— de todo el horizonte de creencias, conocimientos, técnicas y tecnologías ancestrales de Abya Yala; así como por un continuo proceso de «ortopedia moral» y de «normalización» de la modernidad, que opera en cuanta institución social hacemos vida (llámese: familia, matrimonio, escuela, universidad, reformatorio, Estado, cárcel, manicomio).
Es innegable y doloroso: «¡Todos tenemos un Cristóbal Colón en la cabeza y en el corazón!», tal como deploró el sociólogo puertorriqueño Ramón Grosfoguel, en la Escuela Decolonial Comuna o Nada. Capítulo Oriente. Incluso nuestros deseos, nuestras aspiraciones, nuestros imaginarios están permeados de las cosmovisiones, de las percepciones y de los rasgos más notables o característicos del referente colonizador. Todos estamos salpicados y picoteados, aunque unos estemos más cerca del corazón del monstruo; y otros, más alejados.
Lo preocupante de la realidad moderna (la realidad invertida, de la que conversábamos en otro «Pensar a fondo») es que se «traduce» fácilmente en la realidad subjetiva: se hace carne en cada uno, en cada una. En otras palabras: transforma nuestra conciencia, esto es, nuestra forma de sentipensar. ¡Complejo!, ¿no? Pero ¿cómo desestructuramos las jerarquías y las membranas coloniales que nos atraviesan? ¿Cómo leemos lo que hemos naturalizado (que tiene una materialidad y un efecto durísimo sobre nosotros/as)? ¿Cómo rompemos con aquello que se ha hecho espiritualidad en nosotros/as?
Lo primero que debemos entender es que el estado de conciencia no solo está constituido por el pensamiento, sino también por el componente afectivo-espiritual. Uno puede separarlos, en términos pedagógicos; pero, en la vida real, no existe el uno sin el otro: van juntos. Es imposible comprender el conocimiento, sin el sentido, el significado, el valor, el signo, el tono de sensación, de nuestra vida en relación con los demás. La conciencia también incluye la emocionalidad, la afectividad, la espiritualidad. ¡Somos sentipensantes y vivimos en relación! Este reconocimiento implica empezar a tejer, espiritual y místicamente, imaginarios, aspiraciones, horizontes y sueños con los que sea posible construir otro modo de relación humana. ¡Es imposible hacer revolución con las narrativas, los imaginarios, los deseos y la subjetividad de los colonizadores!
Tenemos que descolonizarnos de muchas concepciones, ideologías, actitudes, intencionalidades, prácticas, que nos conducen a la lógica de la guerra entre los humanos… y de los humanos contra la madre tierra. Si no cambiamos el chip mental —esa programación que activamos por defecto— por más bella que sea una revolución, se corrompe el proceso de transformación, porque terminamos reproduciendo lógicas de dominación. De ahí el llamado del profesor Ramón Grosfoguel: la transformación va en dos direcciones. Una de las direcciones comprende las estructuras externas; la otra, abarca la transformación de las estructuras internas, instaladas en nuestros cuerpos, en forma de esquemas de percepción, sentipensamiento y acción.
Debemos preguntarnos qué tipo de sujetos queremos producir. ¿Qué modelos ideales o utopías subyacen a nuestras narrativas? Es imposible superar la modernidad/colonialidad, si no se desnuda y desmonta el «modelo ideal» que la hace posible. Ese modelo ideal también produce sujetos y prácticas; por eso, tenemos el deber de preguntarnos cuál es la utopía que nos mueve. Hay un mito del pensamiento europeo occidental que derecha e izquierda persiguen: el «desarrollo», un modo de estar-en-el-mundo que se basa en el progreso y en una relación jerárquica sociedad-naturaleza dirigida a dominar la Tierra, instrumentalizándola y reduciéndola al estatuto de recurso, como un medio para alcanzar un fin: el bienestar. El orden moderno-colonial nos ha programado para siempre ver a la naturaleza no humana como un objeto, que puede ser sometido con el propósito de satisfacer unas ilimitadas «necesidades» (que son construcciones culturales históricas) humanas; es decir: como diría Descartes, paraconvertirnos en señores y poseedores de la naturaleza, porque la cosmología del sistema moderno-capitalista es la cosmología del dualismo cartesiano, que establece una separación ontológica entre la vida humana y otras formas de vida. Este pensamiento moderno europeo, hoy en crisis, se erige desde todo un conjunto de escisiones fundamentales, como naturaleza y cultura; sujeto y objeto; cuerpo y mente; razón y espiritualidad; individuo y sociedad. Este dualismo dicotómico, de acuerdo con el investigador venezolano Edgardo Lander, tiene trascendentes implicaciones, por cuanto «no se trata solo de dicotomías, sino igualmente de relaciones jerárquicas que establecen la primacía de uno de los polos de la dualidad sobre el otro».
Esta idea de jerarquía también se expresa en el imaginario que tenemos del territorio. En el programa radiofónico «En clave comunal», transmitido el miércoles 16 de agosto, por Radio Nacional de Venezuela, la filósofa mexicana Katya Colmenares recordó que la sociedad moderna, para erigirse e imponerse, llevó a cabo una triple estrategia: a) convirtió a la naturaleza no humana en cosa y al ser humano en propietario; b) fomentó la pauperización del campo y la ciudadanización pedagógica que proyectó el ideal de la vida burguesa y citadina; c) destruyó el vínculo con nuestra historia. En ese proceso de colonización se «vendió» la idea de que el trabajo manual es un trabajo inferior. Entonces, se despreció, de manera sistemática, el campo: «Esta idea está como rastro en el discurso: cuando hablamos de la gente que forma parte de un país, ¡hablamos de ciudadanos/as! Es una manera de valorar también quiénes son parte de un Estado: ¡son los que viven en la ciudad!». Este tipo de valores se inserta en el Colón que tenemos dentro. Así, la gente va pensando que, para aspirar a un modo de vida «mejor» (no a vivir bien, a vivir mejor, que hace referencia a lo cuantitativo, al progreso), tiene que irse a la ciudad y, por consiguiente, se convence, desde la lógica de la división internacional del trabajo, que el campo debe alimentar a la ciudad y que cultivar los alimentos es una actividad para la gente que no estudia. ¡Fíjense, cuánta colonialidad!: el ideal moderno del ser humano es el burgués. Por lo tanto, «el burgués no es solamente el que tiene el dinero o el propietario de los medios de producción: ¡un obrero puede tener conciencia burguesa! Ese, justamente, es el gran problema: no importa de qué condición social vengas, de qué clase social vengas, si tú albergas —en tu mentalidad, en tus valores, en tu concepción de vida— el ideal de la vida burguesa, si aspiras a ello, al final, vas a terminar reproduciendo las mismas lógicas de dominación de la burguesía!». O sea, ese es el Colón que tenemos que sacarnos del cuerpo. Para ello, la maestra Katya Colmenares propone trabajar los sueños despiertos: ¿qué es lo que sueña el pueblo?, ¿con qué sueña?: ¿con mercancías?, ¿o sueña con una vida digna? He allí el trabajo de incentivar y cultivar el deseo de vivir bien en comunidad, no solo entre humanos, sino con la madre tierra, que nos sostiene y que hace posible la reproducción de la vida toda.
Estas son reflexiones y debates que debemos dar, sin permanecer prisioneros de categorías pensadas desde el proyecto moderno/colonial; ideas que apuntan hacia otro tipo de humanidad.